Los de la tienda
El aire del mar levantaba un polvo
blanquecino de la
planicie donde se elevaban las chabolas. A la derecha estaba
la
montaña rocosa y a la izquierda se iniciaba el suburbio de la
población, con los primeros faroles de gas y las tapias de los solares.
Luego, las callejas oscuras, de piedras resbaladizas y
húmedas;
las tabernas, las freidurías, las casas de comidas. Allí
empezaba
el barrio marinero, con la capilla de San Miguel y San Pedro. Después
el mar. Desde las chabolas, en las mañanas claras, se oía, a
veces, la campana de la capilla.
La tienda de comestibles se abría
justamente en el
centro de aquel mundo. A medias en el camino de las chabolas
y de
las primeras casas de pescadores. Era una tienda no muy
grande,
pero abarrotada. Embutidos, latas de conservas, velas, jabón,
cajas de galletas, queso, mantequilla, estropajos, escobas... Todo se
apilaba en orden, en estantes o pirámides, en torno al mostrador de
madera abrillantada por el roce. Detrás del mostrador se
abría la
puerta de la vivienda de Ezekiel, de Mariana, su mujer, y del ahijado.
Al ahijado lo trajeron del pueblo de
Mariana, cuando
desesperaron de tener hijos propios. Se llamaba Dionisio y
era
hijo de una cuñada viuda y pobre, que aún tenía cuatro niños más
pequeños. La madre se avino desde el primer día a la
adopción, y
ahora, a veces, le escribía cartas breves, de letra ancha y palabras
extrañamente partidas, donde le hablaba de la huerta, de sus hermanos y
de la gran calamidad de la vida. Seis años tenía Dionisio
cuando
dejó el pueblo, y otros seis llevaba de ahijado con Ezequiel y Mariana.
De su madre tenía una idea triste y borrosa; de su pueblo, el
recuerdo de las casas con sus porches, de la plaza y de la huerta en
primavera, con el olor ácido y hermoso de la tierra mojada.
Ahora, en cambio, conocía bien el olor a pimentón, jabón y
especias de la tienda; y el aire salado que subía de allá detrás,
arrastrando el polvo blanco, reseco, en la planicie de las chabolas.
Dionisio no recibía sueldo, pero
Ezequiel le decía
siempre que el día de mañana, suya y de nadie más sería la tienda.
Dionisio comía a dos carrillos, como Ezequiel. Como
él, al
comer, se untaba de aceite la barbilla y el borde de los labios.
Y como él, se preparaba, a media mañana y a media tarde,
grandes
bocadillos de jamón, de sobreasada, de queso o de membrillo.
Dionisio podía comer todo cuanto quisiera, a todas horas.
Además, de siete a nueve, subía a peinarse con colonia de la
de a
granel, que olia fuertemente a violetas. Se quitaba la bata,
y,
con las manos bien limpias, se iba a la Academia a estudiar
Contabilidad.
Todo
hubiera ido
bien para Dionisio, que no deseaba nada, a no ser por Manolito y su
pandilla. Manolito y su pandilla vivían en las chabolas.
Eran una banda de muchachos tostados por
el sol,
delgados, duros y reintes, que le subyugaban. Manolito y su
pandilla se reunían en el descampado, tras la planicie de las chabolas;
y tenían secretos, y salvajes y fascinantes juegos. Manolito
y su
pandilla hicieron pensar a Dionisio en los amigos. Amigos,
juegos, aventuras. Todo aquello que aún desconocía.
Dionisio
intentó muchas veces su amistad. Pero Manolito y su pandilla
raramente le toleraban. Dionisio era "el de la tienda".
La tienda era un lugar codiciado y
aborrecido, a un
tiempo, por los de las chabolas. Así lo comprendió Dionisio,
poco
a poco. En la tienda no se fiaba, y la tienda era necesaria.
En la tienda había todo lo que se necesitaba, pero de la
tienda
no se podían llevar nada que no fuese al contado. (Al
contado,
naturalmente, para los de las chabolas.)
- Mira, Dionisio - decía Ezequiel en voz
baja a su
ahijado - . A don Marcelino y a doña Asunción, sí se les
puede
apuntar y fiar, porque son ricos. A los de las chabolas, no,
porque son pobres. No olvides esto nunca.
Dionisio acabó comprendiéndolo, aunque a
primera
vista le pareciese una contradicción. También comprendió el
despego hacia él por parte de los de las chabolas. Recordaba
una
tarde que entró Manolito por algo, mientras él se untaba un panecillo
con sobreasada. Para esparcirla más conveientemente, la
aplastaba
con la ayuda de su dedo pulgar. El dedo lo llevaba envuelto
en un
esparadrapo sucio, porque se dio un tajo al cortar cien gramos de
queso. Sintió en la frente algo extraño, como un desazonado
cosquilleo. Levantó la cabeza y vio los ojos redondos y
escudriñadores de Manolito, fijos en él: en su dedo pulgar
envuelto en un esparadrapo sucio, en la sobreasada aplastada contra el
pan. Y sintió algo que le hizo volverse de espaldas.
Ezequiel, entre tanto, preguntaba desabridamente a Manolito
qué
quería.
- Un
paquete de sal... - dijo Manolito.
Y
Ezequiel indagó, aún más seco:
- ¿Traes
el dinero?
No: no le querían los de las chabolas.
No le
querían, y por ello, quizá, deseaba aún más pertenecer a su banda.
Sobre todo en el verano, cuando bajaban a bañarse a la playa,
dando gritos debajo del gran sol. Pero no le querían, estaba
visto. Por más que las pocas veces que le admitieron con
ellos
llegó a casa con la cabeza llena de sabiduría, y casi no pudo dormir
por la noche.
Un día
Ezequiel
le dio veinte duros. Así: veinte duros, como veinte
soles.
Cierto que él siempre le andaba pidiendo:
- Padrino, que no llevo nunca nada en el
bolsillo...
Padrino, déme usted algo, aunque sea para no gastar. Mire que
todos los chicos de la Academia llevan siempre dinero...
Ezequiel
movía negativamente la cabeza y respondía:
- Dinero, no Dioni. Ya sabes
que la tienda
será tuya algún día. Comes hasta reventar, y no te matas
trabajando. ¿Qué más quieres?
Ante estas razones, Dionisio callaba,
porque no
sabía qué contestar. (Podía haber dicho, quizá:
"Para
presumir." Pero, claro, no se atrevía.) Y de
repente, una
mañana, mientras él barría la tienda, Ezequiel le dijo:
- Anda, para que te calles de una vez:
ahí va
eso. ¡Pero pobre de ti si lo gastas! ¡Lo guardas
bien
guardado, donde ni lo veas!
Veinte duros. Así: de golpe, en un solo
billete.
Dionisio se quedó sin respiración.
-
Gracias, padrino... ¡Qué bárbaro!
- Pero
que no lo gastes, ¿eh? ¡Que no lo gastes...!
Dionisio, efectivamente, lo guardó.
La verdad
era que, excepto pertenecer a la banda del Manolito, no deseaba nada.
Guardó el dinero en el armario, entre
las camisas, y
con saber que estaba allí se contentaba. Los primeros días se
acercaba a verlo, de cuando en cuando. Recordaba entonces una
historia que leyó, de un avaro que guardaba su oro y lo acariciaba.
Pero soneía y sentía satisfecho.
Fue lo menos quince o veinte días más
tarde cuando
ocurrió lo imprevisto. Era un lunes por la tarde.
Salía de
la tienda y decidió hacer novillos y darse una vuelta por la planicie.
Ya estaba muy próximo el verano, y aún brillaba el sol, allá
lejos, sobre la superficie rizada del mar. Cuando llegó a la
altura de las chabolas, oyó el griterio. Se acercó corriendo,
detrás de los muchachos que acudian en tropel.
La desgracia había caído sobre la
chabola del
Manolito. Su padre, que era albañil, se cayó del andamio,
partiéndose tres costillas y una pierna. Lo habían llevado al
hospital, y su mujer salía dando gritos, acompañada por las vecinas.
En una esquina, sentado en el suelo, con las manos en los
bolsillos, lejano a todos, con su carita dura y pálida, estaba
Manolito. Dionisio se sintió invadido de una gran piedad.
Corrió a él, y se le plantó delante, mirándole.
Quería
decir algo, pero no sabía. Al fin, Manolito levantó los ojos
(como aquel día que le vio preparándose el bocadillo). Ante
sus
ojos negros, Dionisio se quedó sin habla.
-
¡Lárgate, cerdo! - escupió Manolito - . ¡Que te largues...!
Se fue
despacio. Sentía en la espalda, en la nuca, el peso de una
gran desolación.
Aquella noche tomó su resolución.
Casi no
sentía sacrificio alguno. Se levantó más temprano que de
costumbre, y, antes de bajar a la tienda, salió por la puerta trasera y
corrió a las chabolas. Iba con la mano metida en el bolsillo
y
apretaba en el puño el billete de veinte duros.
Cuando
llegó a la chabola de Manolitoel corazón parecia latir en su misma
garganta.
-
¡Manolo! - llamó con voz trémula - . ¡Sal, Manolo, que tengo
que darte un recado!
Manolo salió, medio desnudo, con los
ojos
entrecerrados. También la hermana menor, y otros dos más
pequeños
todavía, asomaron la cabeza.
- ¿Dónde
está tu madre? - le preguntó Dionisio.
El
Manolito se encogió de hombros, y sus labios se doblaron con desprecio:
- Ande va
a estar... ¡En el hospital!
Dionisio
sintió que toda la sangre le subía a la cara:
- Oye, Manolo..., yo venía a decirte...,
vamos,
mira: esto he ahorrado yo, pero si tú quieres... yo te lo presto y
cuando puedas, vamos, no me corre ninguna prisa... ni siquiera que me
lo devuelvas...
Le tendía
el
billete de veinte duros. Manolo se había quedado quieto,
abierta
su pequeña boca, oscura y manchada. Miraba el dinero con los
ojos
fijos, como de vidrio. Avanzó despacio una mano delgada,
llena de
tierra. Dionisio le puso el dinero en la palma y echó a
correr.
El
corazón le dolía al entrar en la tienda. Ezequiel le dio un
pescozón:
- ¡Dónde
habrás andado, golfante...! ¡Hala, a barrer!
Estuvo toda la mañana como en sueños.
Cada vez
que sonaba la campanilla de la puerta sentía flaquear sus piernas.
Pero Manolito no empujó la puerta hasta
mediada la
tarde. Su figurilla se recortó conta la luz del sol, en el
umbral. El corazón le dio un vuelco a Dionisio, y sólo acertó
a
pensar: "Qué piernas tan flacas tiene Manolito."
No: no
parecía el capitán de la banda. Era como un pájaro, un triste
y
oscuro pájaro perdido.
Ezequiel le miró con desconfianza. El Manolito, con
su voz
clara y despaciosa, pidió arroz, azúcar, aceite, velas... A media
retahíla, Ezequiel le cortó, como siempre:
- Oye,
tú, ¿traes dinero?
Para
decir dinero
Ezequiel se frotaba las yemas del índice y del pulgar, uno contra el
otro. Manolito asintió, con voz firme:
- Sí, lo
traigo. Ponga usted, además...
Algo zumbaba en los oídos de Dionisio, y
no podía
escuchar más. Un ahogo, raro y dulce, le subía por la
garganta.
Quería esconderse, que no le vieran los ojos del Manolito.
Las rodillas le temblaban y se sentó allí, detrás del
mostrador,
en un cajón de coca-colas
vacío. Sólo veía a Ezequiel, de pie, colocando las cosas, con
aire aún receloso.
Manolito pagóm alargando un billete de
veinte duros.
Dionisio vio las manos de Ezequiel: rojizas, de uñas rotas.
Una mano de Ezequiel cogió el billete: "su" billete de veinte
duros. Ezequiel lo palpó, lo alzó y lo miró al trasluz.
- Largo de ahí, golfo! - chilló - .
¡Largo de
ahí, si no quieres que te eche de un puntapié!
Dionisio parpadeó, despacio.
La luz del sol,
en rayos finos, se filtraba a través de los rimeros de cajas de
galletas. Una rata gorda, negra, corría por detrás de los
montones de jabón.
- ¡Que te
largues, te digo! ¡Te creerás que me puedes engañar a mí!
¡Ya decía yo! ¡Ya me parecía a m7! Este
billete es
más falso que el alma de Judas...
Aún dijo Ezequiel muchas cosas más. Dionisio quiso
levantarse, mirar por encima del mostrador. Pero algo había
en el
olor de la tienda - el pimentón, el jabónm las especias... - que
aturdía, que se pegaba a la garganta, a los ojos, como un humo.
Las rodillas se le volvieron blandas, como de algodón.
Después oyó la campanilla de la puerta.
Por
fin, Manolito se había marchado.